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Soy un escritor que vive a caballo entre la Ciudad de México y Barcelona, que a veces echa de menos Jaén y al que le da por escribir en la madrugada, aunque, a menudo, no es muy consciente de lo que termina saliendo de su cabeza.

jueves, 20 de febrero de 2014

No soy aquel poeta...

Publicado en la antología Latidos de vida




No soy aquel poeta de la historia
que canta las hazañas de los pueblos,
las gestas que lograron grandes héroes.

Tampoco soy el vate de unos pocos,
aquellos intelectuales exquisitos
que miran un taza con sombrero
y comprenden el sentir del universo.

No ser siquiera un cantor para estudiosos,
que es citado en mil títulos de tesis
y felizmente olvidado de las masas.

Solo soy
poeta para mí mismo (en lo posible),
que escribe cuatro versos una tarde,
los guarda en un cajón
y deja que enraícen
en la oscuridad de su secreto.
Y luego, con el tiempo,
sacarlos de su celda
opaca y desolada,
y dejar que germinen en mis manos
y florezcan de nuevo en mi recuerdo.
Entonces, como un ave,
regresar. Regresar a aquella tarde polvorienta
en la que, frente a un café ya tibio
en la cocina sucia,
escribí mis sentimientos en un folio
para evitar gritar por la ventana.

lunes, 10 de febrero de 2014

Emigrante

Publicado en Río Arriba

EMIGRANTE

Y ha llegado por fin a un puerto extraño
sintiendo el peso amargo de la brisa,
ingrato el horizonte,
lejanos los recuerdos
de un mundo que se ama y que se odia.
Ajeno a las fronteras
tan llenas de vacío;
la vida se condensa en un petate
que guarda su pasado y su presente.
Enfrente la ciudad, la villa, el monte
extranjeros, ajenos al color
que guarda la memoria
anclada a los espejos de la ausencia.
Mas queda ese rescoldo de esperanza
que anhelante refulge
en la pupila cándida y vibrante
ante la ansiada tierra prometida.

sábado, 8 de febrero de 2014

El error evolutivo



El error evolutivo

Nadie los esperaba. Llegaron poco a poco, un día que ya no recordamos, y se instalaron por todas partes, relegándonos a la oscuridad. Al principio, no nos prestaban atención. Nos movíamos con sigilo y aprendimos a vivir parasitándolos: las sobras de lo que producían nos proveían de lo necesario y resultaban un manjar. Eso en realidad nos hizo decadentes, porque no había que esforzarse por conseguir alimentos, y nos entregamos a una vida fácil a costa de esos nuevos pobladores. Se convirtieron en una plaga: se reproducían sin cesar y se extendían sin pausa por casi cualquier entorno. Eso nos ayudó también a crecer a sus expensas, y nos reproducimos desmesuradamente, sin que nos faltara nunca el sustento necesario no ya para sobrevivir, sino para gozar ampliamente. Ahora nos planteamos que esto fue nuestro error y nuestra condena.
            Siguieron aumentando y, poco a poco, acusaron un acusado proceso de evolución, pero pasaron mucho tiempo ignorándonos, a pesar de que llegamos aquí antes que ellos. En realidad, su presencia directa nos producía terror: eran gigantescos y deformes, proferían alaridos ininteligibles y demostraban una actitud muy violenta hacia todo lo que los rodeaba y, lo más sorprendente, incluso entre sí. El pavor que sentíamos ante sus sorpresivas apariciones hizo que decidiéramos ocultarnos en los rincones más oscuros, aquellos que ellos se esforzaban por no ver, y durante mucho tiempo parecieron no tomarnos en cuenta. Empezamos a ocupar masivamente los lugares en los que vivían, y resultó cada vez más fácil sobrevivir a su costa.
Con el paso del tiempo, hubo quien se percató de nuestra presencia: reconozco que a veces nos pudo la osadía, pues llegamos a creer que no les importábamos, que por alguna extraña razón nos toleraban, aunque nunca habíamos logrado comunicarnos. En algunos casos, no obstante, no fue simple atrevimiento, sino un intento de contactar con los otros, con esos que estaban ahí y de los que desafortunadamente habíamos llegado a depender: nuestra raza tampoco está a salvo de la curiosidad. Hubo también quienes incubaron la teoría de que en realidad eran seres sobrenaturales o divinos, cuyo propósito era proveernos de una existencia feliz, y cuando se producía algún incidente, argüían que eran muestras de su enfado por nuestra vida disoluta y poco respetuosa con su presencia.
Aunque con el paso de los años parecieron seguir con su actitud distante, pronto aparecieron entre ellos individuos extraños —cada vez en mayor número— que gritaban espantosamente cuando nos hallaban por sorpresa en sus guaridas. Que se apartaban al vernos compartir el duro suelo en el que habían convertido la tierra. Y comenzaron a atacarnos con tenacidad. Antes sus asesinatos eran esporádicos, y casi nadie quería asumir que esa especie que parecía benefactora de nuestra raza tuviera motivos para hostigarnos, o deseos sanguinarios de hacerlo. Mas eso acabó paulatinamente: han empezado a envenenarnos con espantosos productos ponzoñosos, o nos masacran aplastándonos con su macizo y desproporcionado cuerpo. Algunos incluso se dedican a apresarnos para someternos a diversos métodos de tortura: nos abren en canal con un arma fría y afilada, que destella bajo una luz blanca, aséptica y molesta; o nos inyectan productos que resultan tóxicos, o nos decapitan y se dedican a observar cómo nuestro cuerpo se contonea durante semanas hasta morir sin remedio.
Una cosa está clara: estos monstruos están decididos a exterminarnos. Nuestro número los supera en gran medida, y por eso no hemos dejado de discutir si, después de tanto tiempo observándolos desde las sombras, ha llegado la hora de masacrarlos. Sin embargo, la decisión no es sencilla: ellos nos han facilitado la existencia, de ellos extraemos el sustento para nuestras cada vez más abundantes crías, ellos han construido y mantienen la mayor parte de los lugares en los que habitamos, con toda comodidad, mientras siguen produciendo alimento para nosotros. Hay quienes dicen que su persecución, por lo demás torpe y poco efectiva, es el precio que tenemos que pagar por nuestra existencia fácil y carente de esfuerzo. Y quizá tengan razón, pero ¿podemos justificar las continuas muertes de seres de nuestra especie a cambio de continuar con una prosperidad general? ¿Quiénes entre nosotros merecen morir por el beneficio común? ¡Nos planteamos tantas y tantas disquisiciones, que nos mantienen por ahora discutiendo la decisión final…! Pero, en el fondo, no hay más que una inquietante pregunta que nos asalta con cada huida, con cada tortura, con cada asesinato: ¿seríamos ya capaces de vivir sin ellos?

jueves, 6 de febrero de 2014

Cosas de Niños

Premio del 1r certamen de cuento breve y política "Postales literarias" con el tema "Problemáticas de género", del Centro de Documentación y Difusión de Filosofía Crítica de la UNAM

Cosas de niños

Es el momento justo: patea el balón con todas sus fuerzas. La pelota atraviesa como un bólido los escasos metros hasta la portería y se sumerge en la red, consiguiendo el gol de la victoria.
Su padre grita como un loco, y todavía en el coche, de vuelta a casa, repite la jugada una y otra vez, hasta que casi se queda sin voz. Se detienen un momento en una gasolinera: «Papá, ¿me compras unos coches en miniatura?». Y accede, pues está contento, y además sabe que jugar con esos cochecitos es uno de sus entretenimientos favoritos. Poco después llegan a casa, donde recibe la felicitación de su mamá por haber sido la estrella del partido de fútbol, y le promete que la próxima vez podrá acudir: ha trabajado hasta tarde en la oficina. Tras la ducha de rigor después de tan ajetreado día, cenan en familia y después le permiten, por ser fin de semana, dedicar un rato a los videojuegos mientras ellos ven una película en la televisión. Poco después de las once, cuando ya ha ganado varias veces en el último juego de carreras que le habían comprado —el lunes presumirá de ello ante sus amigos—, su papá le indica que ya es hora de dormir. «Arrópate bien», le aconseja cuando se mete en la cama; después, su padre apaga la luz y escucha en la oscuridad de la habitación: «Buenas noches, papá». Él le contesta: «Buenas noches, hija». Y le da un beso en la frente y se aleja, con una sonrisa tierna, por el pasillo.