Los
muertos de Guerrero salen al anochecer. Durante el día se pudren en sus rincones
sombríos, donde siquiera la luz del sol se atreve a entrar. Allí se hacinan,
unos sobre los otros, pendientes siempre de sus pérfidos asuntos, ajenos a lo
que ocurre fuera de las tinieblas. Se les puede encontrar por todo México y,
sin embargo, siguiendo las principales tendencias demográficas humanas,
prefieren acumularse en este estado, donde encuentran las condiciones de ética
y moralidad convenientes para su existencia.
Todos lo saben. Comparten la tierra,
el aire, el agua, con los que todavía viven. Pero estos se han acostumbrado a
su presencia. A veces, cuando los muertos molestan más de lo que deberían,
cuando se atreven a alzar la voz y a perturbar la paz de los que los soportan
en un silencio incómodo, se quejan. Se indignan y exigen que se marchen, que no
vuelva a aparecer, que cambien. Los muertos, entonces, se ocultan por un
tiempo. En ocasiones claman por su inocencia. «No podemos evitarlo». «El
corazón ya no bombea sangre y eso nos vuelve fríos, insensibles, pútridos,
temibles». «No podemos controlarlo, en nuestra situación harían lo mismo».
«También ustedes son responsables, también son culpables». A menudo se vuelven
violentos, y atacan con sus dientes torcidos, con su aliento ponzoñoso, con sus
garras de uñas quebradas e infectas, con su falta de compasión y de escrúpulos.
Entonces pervierten a los vivos, y engrosan las filas de los muertos de
Guerrero.
Nunca actúan solos; siempre van en
grupo. Sus influencias y dominios se extienden como lazos invisibles por toda tierra conocida. Sus hilos son tan fuertes, que se enredan en todo lo que
atraviesan, formando una tela sucia que envenena lo que toca. ¡Resulta tan
difícil escapar de ella! Y, sin embargo, los sastres no son en absoluto
fuertes. Los muertos tejedores son débiles: no se deben a más principio que a
la cobardía y a la codicia, y cambian de alianza mortuoria cuando su débil
ética se lo indica. Se traicionan sin pudor, y luego crean nuevas alianzas,
como si nunca hubieran intentado devorarse entre sí, como si no hubiera
consecuencias. Pero las hay: con cada decisión, los muertos hacen nacer
muertos, y las filas de difuntos de Guerrero aumentan sin descanso.
Estos
muertos de Guerrero, y también estos muertos de México, no se dejan ver durante
el día. Durante las horas diurnas se reúnen y discurren cómo hacer más daño,
cómo ampliar aún más sus filas, cómo crear más muerte. Pero cuando anochece,
cuando las poblaciones de Iguala, de Ayotzinapa o de Cocula se ven a lo lejos
como pequeños racimos luminosos en las sierras, y las ciudades de Acapulco o de
Chilpancingo despiertan a la animación nocturna, estos muertos abandonan su
escondite. Entonces se separan de los suyos e imitan a los vivos, aunque
solamente a los vivos más pudientes: el chofer los lleva a sus lujosas casas,
situadas en las buenas zonas de la ciudad; allí una criada les abre la puerta.
Su esposo o su esposa, generalmente también muertos, quizá los está esperando
ya. Y cenan en silencio, pensando en las decisiones que tomarán mañana en sus
despachos, en sus palacios municipales, en sus edificios de gobierno; repasando
las ordenes que han dado a sus sicarios, pagados con dinero de vivos y muertos,
para seguir extendiendo su barbarie y su régimen; acallando, si todavía
aparecen débilmente, los pocos remordimientos de conciencia. Luego el muerto y
su pareja también muerta —por conocimiento o por colaboración— se irán a una
cama enorme, entre sábanas de exportación que sus votantes jamás podrán sentir
en la piel, y apagarán la luz para dormir entre tinieblas, esperando a
encerrarse con las primeras luces en sus cuevas-despacho.
Y
mientras los otros muertos, los que no pueden salir ni de día ni de noche, los
que son llorados y buscados, con el anhelo de que sólo estén desaparecidos; los
que pueden hacer que los vivos quebremos el silencio y enterremos a los muertos
salidos de las urnas, permanecen en sus cuevas-tumba, amontonados, yermos,
descompuestos, a la espera de poder devorar al final de los tiempos, con lo que
quede de sus huesos, a los muertos que les arrebataron la vida y la esperanza.
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