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Soy un escritor que vive a caballo entre la Ciudad de México y Barcelona, que a veces echa de menos Jaén y al que le da por escribir en la madrugada, aunque, a menudo, no es muy consciente de lo que termina saliendo de su cabeza.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Pájaro vivo...

Elegido poema de la semana en Anónimos 2.2




Saul Leiter
Pájaro vivo de mecánica breve,
canción inmortal de un soplo,
flecha incesante y hoja suelta
amarrada al presente,
luna de sol.



Olor de café,
manzana asada de domingo,
leve sorbo de vino
imbuido en juventud, perenne
hambre de ayuno.

Paleta de colores transparentes
ungidos de sonido,
viento esculpido en sueño y furia,
vigilia rítmica rota en silencio,
lectura y voz.

Poesía... ¡Poesía!
Huella y fin del camino,
tuya y mía,
amante para siempre.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

La vida atractiva

Publicado en ABN Arte Buhonero




Me encontré con aquel amigo, o más bien conocido, por casualidad, en el coctel tras la presentación de un libro que tenía pinta de ser tan aburrido como su autor. Lo conocía desde hacía bastante tiempo, cuando nos presentó una amiga común. La última vez que lo había visto fue en otro evento parecido, muchos meses atrás, en el que me costó trabajo recordar quién era. Sin embargo, desde hacía algunos meses había leído su nombre o visto su foto en muchas ocasiones, pues su éxito profesional, ligado al mundo del teatro, no había hecho más que crecer: en ese justo momento era el actor principal de una obra con muy buenas críticas y era el invitado de honor de varios actos de gran renombre. Su ascensión fulgurante iba aparejada de una inusitada mejora de su aspecto en todos los sentidos: lo encontré más elegante, seguro y atractivo que nunca, y eso que lo recordaba vagamente como una persona absolutamente normal, incluso insulsa. Nada que ver con el hombre que acababa de tropezarse conmigo mientras pedíamos sendas copas de vino.

—Por lo que veo, te va muy bien —le comenté tras los saludos de rigor —. Últimamente no hay quien no sepa de ti. A ver si compartes tu secreto, que no me vendría mal un poco de publicidad.

Esto último era absolutamente cierto: mi última novela no había resultado tan bien como esperaba, y apenas sobrevivía dando soporíferas clases de literatura a señoras del barrio alto de la ciudad que necesitaban ocupar su tiempo en algo que las hiciera creerse más cultivadas.

—¡Calla, hombre! Ya sabes cómo es esto: unas veces estamos arriba, y otras, esperando una llamada de teléfono que nos ofrezca un trabajo para comer.

La conversación con él era fluida y se mantuvo a lo largo de toda la tarde, durante la cual me enteré de sus prometedores nuevos proyectos y de varios golpes de suerte que parecían haber solucionado su carrera en el último año. La verdad es que parecía contento de haberme encontrado y, cuando supe que había conseguido la nueva edición de una obra extranjera que llevaba tiempo intentando conseguir, me invitó a que fuera con él a su casa para así prestármela. 

Me sorprendió su departamento, situado en una muy buena zona de la ciudad, y decorado con lo que indudablemente eran muebles y enseres caros. Había un cierto desarreglo en el lugar que resultaba agradable a la vista, como si dejara constancia de un cierto calor humano. No pude evitar envidiar su suerte.

—Oye, lo de antes no era broma. Me tienes que decir cómo lo haces, o darme el número de tu santero, porque esto está de fábula.

—¡Gracias! —sonrió, evidentemente feliz por su suerte —. La verdad es que sí que hay truco. Le debo todo lo bueno que me está pasando a algo que conseguí hace algún tiempo. ¿Quieres verlo?

Mi amigo entró a su cuarto y regresó con una caja de cartón bastante vulgar, un poco más grande que una caja de zapatos, que puso sobre una mesa baja ante el sofá en el que estaba sentado. Aquella caja podría contener cualquier cosa. Me indicó con un gesto que echara un vistazo y me asomé a ella con expectación.

Cuando miré dentro, me decepcionó el hecho de que sólo había un objeto de aspecto avejentado, con forma de disco, seguramente de bronce. Estaba grabado con extrañas curvas que recordaban a los símbolos arcanos de las culturas orientales. Adivinando mi decepción, mi amigo le dio la vuelta, mostrando una superficie pulida que mostraba el desorden del cuarto.

—Ya veo que te sorprende que la causa de todo sea un espejo —comentó—.

—Ahora me dirás que es mágico —mascullé, molesto por lo que consideraba una broma—.

—No puedo decirte cómo funciona, pero es la causa de mi éxito repentino. Te propongo algo: admírate en él un momento. Así lo entenderás: te cambiará la vida.

No sabía si tomármelo en serio, pero la situación me empezaba a resultar inquietante. Su bonito departamento simpáticamente desarreglado me parecía ahora turbador y opresivo. Incluso hubiera jurado que un cierto frío comenzaba a dominar la estancia. Mi amigo me invitó con la mirada y, finalmente, agarré el espejo y lo puse frente a mí.

Al principio, nada extraño ocurrió: reflejaba mi rostro nítidamente. Pero pronto empezó a cambiar. No sabría explicarlo: era yo mismo, pero parecía como si la felicidad, la afabilidad o la seguridad de mi expresión desaparecieran. Ante mí la persona optimista y decidida que solía considerarme se transmutaba en un ser apático, indiferente y mediocre. El horror se refleja en mis ojos cada vez más carentes de vitalidad. Cuando por fin pude apartar la vista de esa cosa, miré a mi amigo y descubrí que parecía más interesante, más atrayente, más fascinante que nunca. Sonrió y me quitó dulcemente el espejo de las manos.

—Te dije que te cambiaría la vida —comentó. Y devolvió el espejo a su caja.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Los muertos


Los muertos de Guerrero salen al anochecer. Durante el día se pudren en sus rincones sombríos, donde siquiera la luz del sol se atreve a entrar. Allí se hacinan, unos sobre los otros, pendientes siempre de sus pérfidos asuntos, ajenos a lo que ocurre fuera de las tinieblas. Se les puede encontrar por todo México y, sin embargo, siguiendo las principales tendencias demográficas humanas, prefieren acumularse en este estado, donde encuentran las condiciones de ética y moralidad convenientes para su existencia.
            Todos lo saben. Comparten la tierra, el aire, el agua, con los que todavía viven. Pero estos se han acostumbrado a su presencia. A veces, cuando los muertos molestan más de lo que deberían, cuando se atreven a alzar la voz y a perturbar la paz de los que los soportan en un silencio incómodo, se quejan. Se indignan y exigen que se marchen, que no vuelva a aparecer, que cambien. Los muertos, entonces, se ocultan por un tiempo. En ocasiones claman por su inocencia. «No podemos evitarlo». «El corazón ya no bombea sangre y eso nos vuelve fríos, insensibles, pútridos, temibles». «No podemos controlarlo, en nuestra situación harían lo mismo». «También ustedes son responsables, también son culpables». A menudo se vuelven violentos, y atacan con sus dientes torcidos, con su aliento ponzoñoso, con sus garras de uñas quebradas e infectas, con su falta de compasión y de escrúpulos. Entonces pervierten a los vivos, y engrosan las filas de los muertos de Guerrero.
            Nunca actúan solos; siempre van en grupo. Sus influencias y dominios se extienden como lazos invisibles por toda tierra conocida. Sus hilos son tan fuertes, que se enredan en todo lo que atraviesan, formando una tela sucia que envenena lo que toca. ¡Resulta tan difícil escapar de ella! Y, sin embargo, los sastres no son en absoluto fuertes. Los muertos tejedores son débiles: no se deben a más principio que a la cobardía y a la codicia, y cambian de alianza mortuoria cuando su débil ética se lo indica. Se traicionan sin pudor, y luego crean nuevas alianzas, como si nunca hubieran intentado devorarse entre sí, como si no hubiera consecuencias. Pero las hay: con cada decisión, los muertos hacen nacer muertos, y las filas de difuntos de Guerrero aumentan sin descanso.
Estos muertos de Guerrero, y también estos muertos de México, no se dejan ver durante el día. Durante las horas diurnas se reúnen y discurren cómo hacer más daño, cómo ampliar aún más sus filas, cómo crear más muerte. Pero cuando anochece, cuando las poblaciones de Iguala, de Ayotzinapa o de Cocula se ven a lo lejos como pequeños racimos luminosos en las sierras, y las ciudades de Acapulco o de Chilpancingo despiertan a la animación nocturna, estos muertos abandonan su escondite. Entonces se separan de los suyos e imitan a los vivos, aunque solamente a los vivos más pudientes: el chofer los lleva a sus lujosas casas, situadas en las buenas zonas de la ciudad; allí una criada les abre la puerta. Su esposo o su esposa, generalmente también muertos, quizá los está esperando ya. Y cenan en silencio, pensando en las decisiones que tomarán mañana en sus despachos, en sus palacios municipales, en sus edificios de gobierno; repasando las ordenes que han dado a sus sicarios, pagados con dinero de vivos y muertos, para seguir extendiendo su barbarie y su régimen; acallando, si todavía aparecen débilmente, los pocos remordimientos de conciencia. Luego el muerto y su pareja también muerta —por conocimiento o por colaboración— se irán a una cama enorme, entre sábanas de exportación que sus votantes jamás podrán sentir en la piel, y apagarán la luz para dormir entre tinieblas, esperando a encerrarse con las primeras luces en sus cuevas-despacho.

Y mientras los otros muertos, los que no pueden salir ni de día ni de noche, los que son llorados y buscados, con el anhelo de que sólo estén desaparecidos; los que pueden hacer que los vivos quebremos el silencio y enterremos a los muertos salidos de las urnas, permanecen en sus cuevas-tumba, amontonados, yermos, descompuestos, a la espera de poder devorar al final de los tiempos, con lo que quede de sus huesos, a los muertos que les arrebataron la vida y la esperanza.