El
error evolutivo
Nadie los esperaba. Llegaron poco a
poco, un día que ya no recordamos, y se instalaron por todas partes,
relegándonos a la oscuridad. Al principio, no nos prestaban atención. Nos
movíamos con sigilo y aprendimos a vivir parasitándolos: las sobras de lo que
producían nos proveían de lo necesario y resultaban un manjar. Eso en realidad
nos hizo decadentes, porque no había que esforzarse por conseguir alimentos, y
nos entregamos a una vida fácil a costa de esos nuevos pobladores. Se convirtieron
en una plaga: se reproducían sin cesar y se extendían sin pausa por casi
cualquier entorno. Eso nos ayudó también a crecer a sus expensas, y nos
reproducimos desmesuradamente, sin que nos faltara nunca el sustento necesario
no ya para sobrevivir, sino para gozar ampliamente. Ahora nos planteamos que
esto fue nuestro error y nuestra condena.
Siguieron
aumentando y, poco a poco, acusaron un acusado proceso de evolución, pero
pasaron mucho tiempo ignorándonos, a pesar de que llegamos aquí antes que ellos.
En realidad, su presencia directa nos producía terror: eran gigantescos y
deformes, proferían alaridos ininteligibles y demostraban una actitud muy
violenta hacia todo lo que los rodeaba y, lo más sorprendente, incluso entre
sí. El pavor que sentíamos ante sus sorpresivas apariciones hizo que
decidiéramos ocultarnos en los rincones más oscuros, aquellos que ellos se
esforzaban por no ver, y durante mucho tiempo parecieron no tomarnos en cuenta.
Empezamos a ocupar masivamente los lugares en los que vivían, y resultó cada
vez más fácil sobrevivir a su costa.
Con el paso del
tiempo, hubo quien se percató de nuestra presencia: reconozco que a veces nos
pudo la osadía, pues llegamos a creer que no les importábamos, que por alguna
extraña razón nos toleraban, aunque nunca habíamos logrado comunicarnos. En
algunos casos, no obstante, no fue simple atrevimiento, sino un intento de
contactar con los otros, con esos que estaban ahí y de los que desafortunadamente
habíamos llegado a depender: nuestra raza tampoco está a salvo de la
curiosidad. Hubo también quienes incubaron la teoría de que en realidad eran seres
sobrenaturales o divinos, cuyo propósito era proveernos de una existencia feliz,
y cuando se producía algún incidente, argüían que eran muestras de su enfado
por nuestra vida disoluta y poco respetuosa con su presencia.
Aunque con el
paso de los años parecieron seguir con su actitud distante, pronto aparecieron
entre ellos individuos extraños —cada vez en mayor número— que gritaban
espantosamente cuando nos hallaban por sorpresa en sus guaridas. Que se
apartaban al vernos compartir el duro suelo en el que habían convertido la
tierra. Y comenzaron a atacarnos con tenacidad. Antes sus asesinatos eran
esporádicos, y casi nadie quería asumir que esa especie que parecía benefactora
de nuestra raza tuviera motivos para hostigarnos, o deseos sanguinarios de
hacerlo. Mas eso acabó paulatinamente: han empezado a envenenarnos con espantosos
productos ponzoñosos, o nos masacran aplastándonos con su macizo y
desproporcionado cuerpo. Algunos incluso se dedican a apresarnos para someternos
a diversos métodos de tortura: nos abren en canal con un arma fría y afilada,
que destella bajo una luz blanca, aséptica y molesta; o nos inyectan productos
que resultan tóxicos, o nos decapitan y se dedican a observar cómo nuestro
cuerpo se contonea durante semanas hasta morir sin remedio.
Una cosa está
clara: estos monstruos están decididos a exterminarnos. Nuestro número los
supera en gran medida, y por eso no hemos dejado de discutir si, después de
tanto tiempo observándolos desde las sombras, ha llegado la hora de
masacrarlos. Sin embargo, la decisión no es sencilla: ellos nos han facilitado
la existencia, de ellos extraemos el sustento para nuestras cada vez más
abundantes crías, ellos han construido y mantienen la mayor parte de los
lugares en los que habitamos, con toda comodidad, mientras siguen produciendo
alimento para nosotros. Hay quienes dicen que su persecución, por lo demás
torpe y poco efectiva, es el precio que tenemos que pagar por nuestra
existencia fácil y carente de esfuerzo. Y quizá tengan razón, pero ¿podemos
justificar las continuas muertes de seres de nuestra especie a cambio de
continuar con una prosperidad general? ¿Quiénes entre nosotros merecen morir por
el beneficio común? ¡Nos planteamos tantas y tantas disquisiciones, que nos
mantienen por ahora discutiendo la decisión final…! Pero, en el fondo, no hay
más que una inquietante pregunta que nos asalta con cada huida, con cada
tortura, con cada asesinato: ¿seríamos ya capaces de vivir sin ellos?