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Soy un escritor que vive a caballo entre la Ciudad de México y Barcelona, que a veces echa de menos Jaén y al que le da por escribir en la madrugada, aunque, a menudo, no es muy consciente de lo que termina saliendo de su cabeza.

miércoles, 15 de abril de 2015

Voyeur

Publicado en Revista Temporales

Ilustración original de Susana del Rosario, ilustradora queretana


Cuando la conocí ya llevaba algún tiempo esperándola. Mucho tiempo, en realidad. Mi vida había sido mientras tanto un lapso impasible de silencio. Me acostumbré a no decir nada, a dedicarme a esperar, a descansar y tomar fuerzas hasta que llegara alguien que se interesara por mí casi a primera vista, y quisiera que el comienzo se produjera. Ese instante llegó una tarde tranquila, de manera inesperada, cuando se dio cuenta de mi presencia y decidió que merecía la pena conocerme.
Aquella tarde le gustó mi historia. Yo tenía mucho que contar. Mis palabras la embelesaron y me dediqué a enamorarla de manera sencilla, explicándole lo que debía saber, ni más, ni menos, para ir adentrándose en los entresijos que atesoraba. Tendida en el sofá recorrió sin prisa mis pensamientos íntimos. De vez en cuando me interrumpía para tomar un tentempié, ir por un vaso de agua o atender el teléfono, y entonces yo me quedaba allí, reposando entre los cojines, a la espera de que regresara para continuar nuestro diálogo. La tarde fue pasando lentamente y yo no me cansaba de ella, ni de su interés por conocer más y más de mí. Aquella primera cita fue emocionante, pausada pero intensa, y durante esa noche, en la oscuridad, sentí que la ilusión me embargaba ante tal descubrimiento. Ella era una chica inteligente, curiosa y atenta, y no pude evitar pensar que aquel había sido el principio de una relación prometedora.
El siguiente encuentro no llegó tan pronto como hubiera querido: ella era una chica ocupada. Sabía, la había estado observando, que acudía entre semana a alguna facultad en la universidad, y eso absorbía gran parte de su tiempo, puesto que muchas tardes, y algunas noches, preparaba sus tareas y exámenes con dedicación. En aquel entonces estaba aprendiendo a tocar la guitarra y pasaba las horas muertas en la sala, recorriendo con sus dedos las cuerdas del viejo instrumento de su madre, afinándolo e intentando hacer surgir de ella algún acorde que estuviera afinado. Otras veces iba a verse con amigos de la universidad, de la infancia o del colegio, y pasaba varias horas, incluso toda la noche, sin saber de ella. Y a menudo se sentaba también frente a su ordenador y perdía varias horas, aparentemente sin hacer nada. En todas aquellas ocasiones yo la observaba sin que ella se diera cuenta, en una especie de voyerismo inocente que, sin estar empañado por pensamientos eróticos, de haber sido ella consciente la hubiera perturbado. Así que esperé pacientemente, convencido de que se había creado un vínculo, que ella regresara a mí en algún momento.
La oportunidad se presentó otra vez una mañana de domingo. Era muy temprano. Después de desayunar, aburrida y sin mucho que hacer, se acordó de mí y vino a mi encuentro. Había pasado algún tiempo y tuve que recordarle algunos datos importantes, pero enseguida congeniamos de nuevo y pasamos varias horas juntos. Volví a ver en ella ilusión y disfrute, y me enorgullecí de que mi experiencia pudiera encandilarla de ese modo. Me sentía joven, a pesar de que mis inicios quedaban ya muy lejos, y disfrutaba cuando me acariciaba sin mala intención con la yema de los dedos, y cuando no parecía molestarte mi tacto áspero y rugoso, propio del tiempo y de los excesos de la juventud. Conforme fueron pasando las horas me emocionaba más y más: soñaba con que, tras un largo tiempo conociéndonos, llegáramos juntos al clímax de una relación perfecta. Intenté que esta vez mis palabras la sedujeran aún más que la vez anterior, para que nuestra siguiente cita, en la que quizás pudiéramos llegar a culminar nuestra historia, se produjera pronto. Sin embargo, una llamada inoportuna interrumpió abruptamente mi intento y tuve que resignarme a esperarla de nuevo, lo más cerca posible, a fin de que lo retomáramos donde lo dejamos.
La última cita, sin embargo, parecía no llegar. Yo no me alejaba mucho de ella, y creo que se daba cuenta, porque alguna vez pude ver miradas que señalaban que se daba cuenta de mi presencia. Incluso en un par de ocasiones me observó largamente, como dudando: parecía no animarse a volver a intentar un acercamiento. Yo no entendía nada. ¿Quizá me veía viejo, quizá no le interesaba ya? Es cierto que ya conocía la mayor parte de mí; al menos, de lo que le había contado, pero aun así yo continuaba queriendo saber si podíamos acabar esto juntos. A lo mejor ya no la entretenía, podría ser que hubiera dejado de divertirla… Me desesperaba intentando pensar qué había hecho mal, qué la estaba separando de mí, y no se me ocurría ninguna explicación completamente satisfactoria. Mis noches oscuras se hicieron amargas mientras sufría silenciosamente su olvido y mi derrota.
Una tarde, muchas semanas después, la vi llegar con una amiga. Yo apenas tenía fuerzas para espiarlas. Su abandono de tantos días me había arrebatado las ganas de existir. Me notaba marchito, avejentado, sin mayor ilusión que ir apagándome lentamente. En cambio, ambas charlaban animadamente sobre temas de la universidad. Cuando la cafetera italiana comenzó a burbujear por el calor de los fogones, mi obsesión voyerista se apresuró hacia la cocina para apagarlos, y entonces su amiga reparó en mí.
—¡Eh! ¿Era ese del que hablabas? —preguntó, que con seguridad no se percataba de que podía oírle.
—Sí, ese es. La verdad es que me gustaba mucho.
—¿Y por qué lo dejaste entonces?
—No sé, de repente me empezó a aburrir. Luego pensé alguna vez en volver a intentarlo, pero la verdad es que no tuve ganas.
—¿Sí? ¿Y eso?  ¿Qué te pasó?
—Al principio me encantó —comentó ella, confirmando mis impresiones de entonces—. La verdad es que no está mal, pero se fue poniendo pesado… O quizá yo no estaba en el momento adecuado, yo qué sé. Pero la verdad es que ya no creo que siga intentándolo.
            Fueron las palabras definitivas. Me abandoné al dolor. Habíamos dejado pasar la oportunidad y ahora todo estaba perdido. No quedaba más que esperar que el tiempo me fuera consumiendo. Nunca más volvería a ilusionarme con nadie, gracias a ella.
—Pero, si quieres, te lo presto. A lo mejor tú sí que te lo terminas. La verdad es que me lo habían recomendado bastante.
            Y ella vino hacia el librero, me buscó entre mis congéneres, me sacó con cuidado del anaquel para no estropear mis tapas blandas y me entregó a su amiga, que me hizo rejuvenecer a la tarde siguiente, cuando se dio cuenta de mi presencia y decidió que merecía la pena conocerme.

lunes, 5 de enero de 2015

Sucede que...

Publicado en La Revista C



Sucede que hay momentos en que el amor me cansa.
Me cansa el duro aliento del tiempo compartido.
Me pesa en la existencia el hueco de tu nombre,
el tono con que hieres y el eco de tu grito.
Y no llorar, pues son también cansinos
el llanto y la tragedia. Y esperar
de lo que ayer había y hoy no sé si se ha ido.
Y vivir. Seguir viviendo insomne en un
mundo de sueños,
una quimera rota de tanto haber amado.
Porque sucede que —yo lo sé, lo he vivido—
irrumpen ratos tristes en que el amor me cansa.
El cuerpo es carne muerta que evita la caricia
rasposa y enervante de la piel que uno amaba,
el roce de los labios que parecen mohosos
y el susurro inquietante de la voz conocida.
Y no marchar.
Quedarse recostado a gozar la ruina
romántica aunque pútrida de un amor decadente
y asfixiante. También morir,
morirse poco a poco caminando a punzadas
del espino oloroso de la pasión antigua.
Y regresar. Volver en los recuerdos al momento sublime
que no restó perfecto por querer apresarlo.
Porque sucede siempre—mi voz hoy lo confirma—
que el amor del pasado es siempre el verdadero,
y cuando el sentimiento se transforma
en presente continuo
avanza hacia un futuro de vejez y de muerte,
donde el amor es sólo cansancio repetido.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Publicación de El error evolutivo


He aquí el libro, muy bien expuesto en La Expendeduría.
¡Por fin! Después de muchos nervios, algunos imprevistos y mucha ilusión, ya está en la calle mi primer libro. Ha sido un camino muy largo, y más largo aún es lo que queda por recorrer, pero ya he conseguido una de las metas que encontraba más inalcanzables: publicar. Y la verdad es que ha quedado muy bien. Y todo gracias a la editorial El pez.

La primera presentación del libro fue el jueves 11 de diciembre, en la Ciudad de México. Estaba muy nervioso, no solamente por ser la primera, sino también porque acudieron muchos amigos y conocidos, todos ellos reconocidos por su buen criterio, y no podía evitar el miedo a la crítica y a la exposición pública de mis cuentos. Tuve el honor, además, de que lo presentara mi amiga y escritora Ave Barrera, y sus palabras deslumbraron a todo el público. Público que espero que ya haya podido leer el libro en su totalidad o en parte y tenga una buena opinión de él. Algunos comentarios que me han llegado han sido positivos, y eso me anima a seguir escribiendo.

San Miguel de Allende fue el segundo lugar donde presenté el libro, gracias a los amigos de La Expendeduría. No tuvimos tanto público como en primera, seguramente porque nos disputamos el tiempo con la virgencita: era su fiesta, el 12 de diciembre. Pero el evento fue un éxito en cuanto al debate y la exposición de muchas ideas en torno a la literatura, y me encantó. Quiero dar las gracias a mi amiga Cristina Díaz, toda una experta en letras, que presentó el libro esta vez.

Por ahora, la última presentación ha sido en Querétaro, en La otra banda, un café-bar que auguró se pondrá muy de moda en la ciudad. Allí los invitados de León y de Betza fueron muchos y muy cariñosos, y me sentí muy bien comentando aspectos del libro con Susana y Leonel, editores de la obra, que han hecho un magnífico trabajo.

El autor con cara de cansado, pero feliz.
Ahora solamente queda esperar la presentación en Hermosillo, que espero sea también un éxito. Será el 27 de diciembre, ya lo comentaré por aquí. La verdad es que la publicación de El error evolutivo ha significado un sueño para mí y me está dejando la mejor despedida de México que podría tener.

Quiero pedir a los que ya hayan ojeado el libro que, por favor, me hagan llegar sus comentarios. Quiero saber. Adoro cada uno de esos cuentos, pero también asumo que tendrán cosas mejorables, que unos gustarán más que otros, que quizá algunos sorprendan y otros desagraden por lo que exponen. Pero, sobre todo, sé que deseo conocer qué piensan los lectores de ellos.


lunes, 24 de noviembre de 2014

Pájaro vivo...

Elegido poema de la semana en Anónimos 2.2




Saul Leiter
Pájaro vivo de mecánica breve,
canción inmortal de un soplo,
flecha incesante y hoja suelta
amarrada al presente,
luna de sol.



Olor de café,
manzana asada de domingo,
leve sorbo de vino
imbuido en juventud, perenne
hambre de ayuno.

Paleta de colores transparentes
ungidos de sonido,
viento esculpido en sueño y furia,
vigilia rítmica rota en silencio,
lectura y voz.

Poesía... ¡Poesía!
Huella y fin del camino,
tuya y mía,
amante para siempre.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

La vida atractiva

Publicado en ABN Arte Buhonero




Me encontré con aquel amigo, o más bien conocido, por casualidad, en el coctel tras la presentación de un libro que tenía pinta de ser tan aburrido como su autor. Lo conocía desde hacía bastante tiempo, cuando nos presentó una amiga común. La última vez que lo había visto fue en otro evento parecido, muchos meses atrás, en el que me costó trabajo recordar quién era. Sin embargo, desde hacía algunos meses había leído su nombre o visto su foto en muchas ocasiones, pues su éxito profesional, ligado al mundo del teatro, no había hecho más que crecer: en ese justo momento era el actor principal de una obra con muy buenas críticas y era el invitado de honor de varios actos de gran renombre. Su ascensión fulgurante iba aparejada de una inusitada mejora de su aspecto en todos los sentidos: lo encontré más elegante, seguro y atractivo que nunca, y eso que lo recordaba vagamente como una persona absolutamente normal, incluso insulsa. Nada que ver con el hombre que acababa de tropezarse conmigo mientras pedíamos sendas copas de vino.

—Por lo que veo, te va muy bien —le comenté tras los saludos de rigor —. Últimamente no hay quien no sepa de ti. A ver si compartes tu secreto, que no me vendría mal un poco de publicidad.

Esto último era absolutamente cierto: mi última novela no había resultado tan bien como esperaba, y apenas sobrevivía dando soporíferas clases de literatura a señoras del barrio alto de la ciudad que necesitaban ocupar su tiempo en algo que las hiciera creerse más cultivadas.

—¡Calla, hombre! Ya sabes cómo es esto: unas veces estamos arriba, y otras, esperando una llamada de teléfono que nos ofrezca un trabajo para comer.

La conversación con él era fluida y se mantuvo a lo largo de toda la tarde, durante la cual me enteré de sus prometedores nuevos proyectos y de varios golpes de suerte que parecían haber solucionado su carrera en el último año. La verdad es que parecía contento de haberme encontrado y, cuando supe que había conseguido la nueva edición de una obra extranjera que llevaba tiempo intentando conseguir, me invitó a que fuera con él a su casa para así prestármela. 

Me sorprendió su departamento, situado en una muy buena zona de la ciudad, y decorado con lo que indudablemente eran muebles y enseres caros. Había un cierto desarreglo en el lugar que resultaba agradable a la vista, como si dejara constancia de un cierto calor humano. No pude evitar envidiar su suerte.

—Oye, lo de antes no era broma. Me tienes que decir cómo lo haces, o darme el número de tu santero, porque esto está de fábula.

—¡Gracias! —sonrió, evidentemente feliz por su suerte —. La verdad es que sí que hay truco. Le debo todo lo bueno que me está pasando a algo que conseguí hace algún tiempo. ¿Quieres verlo?

Mi amigo entró a su cuarto y regresó con una caja de cartón bastante vulgar, un poco más grande que una caja de zapatos, que puso sobre una mesa baja ante el sofá en el que estaba sentado. Aquella caja podría contener cualquier cosa. Me indicó con un gesto que echara un vistazo y me asomé a ella con expectación.

Cuando miré dentro, me decepcionó el hecho de que sólo había un objeto de aspecto avejentado, con forma de disco, seguramente de bronce. Estaba grabado con extrañas curvas que recordaban a los símbolos arcanos de las culturas orientales. Adivinando mi decepción, mi amigo le dio la vuelta, mostrando una superficie pulida que mostraba el desorden del cuarto.

—Ya veo que te sorprende que la causa de todo sea un espejo —comentó—.

—Ahora me dirás que es mágico —mascullé, molesto por lo que consideraba una broma—.

—No puedo decirte cómo funciona, pero es la causa de mi éxito repentino. Te propongo algo: admírate en él un momento. Así lo entenderás: te cambiará la vida.

No sabía si tomármelo en serio, pero la situación me empezaba a resultar inquietante. Su bonito departamento simpáticamente desarreglado me parecía ahora turbador y opresivo. Incluso hubiera jurado que un cierto frío comenzaba a dominar la estancia. Mi amigo me invitó con la mirada y, finalmente, agarré el espejo y lo puse frente a mí.

Al principio, nada extraño ocurrió: reflejaba mi rostro nítidamente. Pero pronto empezó a cambiar. No sabría explicarlo: era yo mismo, pero parecía como si la felicidad, la afabilidad o la seguridad de mi expresión desaparecieran. Ante mí la persona optimista y decidida que solía considerarme se transmutaba en un ser apático, indiferente y mediocre. El horror se refleja en mis ojos cada vez más carentes de vitalidad. Cuando por fin pude apartar la vista de esa cosa, miré a mi amigo y descubrí que parecía más interesante, más atrayente, más fascinante que nunca. Sonrió y me quitó dulcemente el espejo de las manos.

—Te dije que te cambiaría la vida —comentó. Y devolvió el espejo a su caja.