Publicado en Revista Temporales
Ilustración original de Susana del Rosario, ilustradora queretana |
Cuando la conocí ya llevaba algún tiempo
esperándola. Mucho tiempo, en realidad. Mi vida había sido mientras tanto un
lapso impasible de silencio. Me acostumbré a no decir nada, a dedicarme a
esperar, a descansar y tomar fuerzas hasta que llegara alguien que se
interesara por mí casi a primera vista, y quisiera que el comienzo se
produjera. Ese instante llegó una tarde tranquila, de manera inesperada, cuando
se dio cuenta de mi presencia y decidió que merecía la pena conocerme.
Aquella tarde le gustó mi historia. Yo
tenía mucho que contar. Mis palabras la embelesaron y me dediqué a enamorarla
de manera sencilla, explicándole lo que debía saber, ni más, ni menos, para ir
adentrándose en los entresijos que atesoraba. Tendida en el sofá recorrió sin
prisa mis pensamientos íntimos. De vez en cuando me interrumpía para tomar un
tentempié, ir por un vaso de agua o atender el teléfono, y entonces yo me
quedaba allí, reposando entre los cojines, a la espera de que regresara para
continuar nuestro diálogo. La tarde fue pasando lentamente y yo no me cansaba
de ella, ni de su interés por conocer más y más de mí. Aquella primera cita fue
emocionante, pausada pero intensa, y durante esa noche, en la oscuridad, sentí
que la ilusión me embargaba ante tal descubrimiento. Ella era una chica
inteligente, curiosa y atenta, y no pude evitar pensar que aquel había sido el
principio de una relación prometedora.
El siguiente encuentro no llegó tan
pronto como hubiera querido: ella era una chica ocupada. Sabía, la había estado
observando, que acudía entre semana a alguna facultad en la universidad, y eso
absorbía gran parte de su tiempo, puesto que muchas tardes, y algunas noches,
preparaba sus tareas y exámenes con dedicación. En aquel entonces estaba
aprendiendo a tocar la guitarra y pasaba las horas muertas en la sala,
recorriendo con sus dedos las cuerdas del viejo instrumento de su madre,
afinándolo e intentando hacer surgir de ella algún acorde que estuviera
afinado. Otras veces iba a verse con amigos de la universidad, de la infancia o
del colegio, y pasaba varias horas, incluso toda la noche, sin saber de ella. Y
a menudo se sentaba también frente a su ordenador y perdía varias horas, aparentemente
sin hacer nada. En todas aquellas ocasiones yo la observaba sin que ella se
diera cuenta, en una especie de voyerismo inocente que, sin estar empañado por
pensamientos eróticos, de haber sido ella consciente la hubiera perturbado. Así
que esperé pacientemente, convencido de que se había creado un vínculo, que
ella regresara a mí en algún momento.
La oportunidad se presentó otra vez una
mañana de domingo. Era muy temprano. Después de desayunar, aburrida y sin mucho
que hacer, se acordó de mí y vino a mi encuentro. Había pasado algún tiempo y
tuve que recordarle algunos datos importantes, pero enseguida congeniamos de
nuevo y pasamos varias horas juntos. Volví a ver en ella ilusión y disfrute, y
me enorgullecí de que mi experiencia pudiera encandilarla de ese modo. Me
sentía joven, a pesar de que mis inicios quedaban ya muy lejos, y disfrutaba
cuando me acariciaba sin mala intención con la yema de los dedos, y cuando no
parecía molestarte mi tacto áspero y rugoso, propio del tiempo y de los excesos
de la juventud. Conforme fueron pasando las horas me emocionaba más y más:
soñaba con que, tras un largo tiempo conociéndonos, llegáramos juntos al clímax
de una relación perfecta. Intenté que esta vez mis palabras la sedujeran aún
más que la vez anterior, para que nuestra siguiente cita, en la que quizás
pudiéramos llegar a culminar nuestra historia, se produjera pronto. Sin
embargo, una llamada inoportuna interrumpió abruptamente mi intento y tuve que
resignarme a esperarla de nuevo, lo más cerca posible, a fin de que lo
retomáramos donde lo dejamos.
La última cita, sin embargo, parecía no
llegar. Yo no me alejaba mucho de ella, y creo que se daba cuenta, porque
alguna vez pude ver miradas que señalaban que se daba cuenta de mi presencia.
Incluso en un par de ocasiones me observó largamente, como dudando: parecía no
animarse a volver a intentar un acercamiento. Yo no entendía nada. ¿Quizá me
veía viejo, quizá no le interesaba ya? Es cierto que ya conocía la mayor parte
de mí; al menos, de lo que le había contado, pero aun así yo continuaba
queriendo saber si podíamos acabar esto juntos. A lo mejor ya no la entretenía,
podría ser que hubiera dejado de divertirla… Me desesperaba intentando pensar
qué había hecho mal, qué la estaba separando de mí, y no se me ocurría ninguna
explicación completamente satisfactoria. Mis noches oscuras se hicieron amargas
mientras sufría silenciosamente su olvido y mi derrota.
Una tarde, muchas semanas después, la vi
llegar con una amiga. Yo apenas tenía fuerzas para espiarlas. Su abandono de
tantos días me había arrebatado las ganas de existir. Me notaba marchito,
avejentado, sin mayor ilusión que ir apagándome lentamente. En cambio, ambas
charlaban animadamente sobre temas de la universidad. Cuando la cafetera
italiana comenzó a burbujear por el calor de los fogones, mi obsesión voyerista
se apresuró hacia la cocina para apagarlos, y entonces su amiga reparó en mí.
—¡Eh! ¿Era ese del que hablabas?
—preguntó, que con seguridad no se percataba de que podía oírle.
—Sí, ese es. La verdad es que me gustaba
mucho.
—¿Y por qué lo dejaste entonces?
—No sé, de repente me empezó a aburrir.
Luego pensé alguna vez en volver a intentarlo, pero la verdad es que no tuve
ganas.
—¿Sí? ¿Y eso? ¿Qué te pasó?
—Al principio me encantó —comentó ella,
confirmando mis impresiones de entonces—. La verdad es que no está mal, pero se
fue poniendo pesado… O quizá yo no estaba en el momento adecuado, yo qué sé.
Pero la verdad es que ya no creo que siga intentándolo.
Fueron
las palabras definitivas. Me abandoné al dolor. Habíamos dejado pasar la
oportunidad y ahora todo estaba perdido. No quedaba más que esperar que el
tiempo me fuera consumiendo. Nunca más volvería a ilusionarme con nadie, gracias
a ella.
—Pero, si quieres, te lo presto. A lo
mejor tú sí que te lo terminas. La verdad es que me lo habían recomendado
bastante.
Y
ella vino hacia el librero, me buscó entre mis congéneres, me sacó con cuidado del
anaquel para no estropear mis tapas blandas y me entregó a su amiga, que me
hizo rejuvenecer a la tarde siguiente, cuando se dio cuenta de mi presencia y
decidió que merecía la pena conocerme.